Al atravesar el río Tuquesa, el migrante venezolano Marcel Maldonado rompió en lágrimas tras haber cruzado caminando con una pierna ortopédica la inhóspita selva del Darién, en la frontera entre Colombia y Panamá.
En una ribera del río se encuentra Bajo Chiquito, la primera aldea panameña a la que están llegando cada día unos 3.000 migrantes en busca del sueño americano, en su mayoría venezolanos, muchos acompañados de niños.
El calor es sofocante en este poblado de 490 habitantes repleto de migrantes que después de una dura caminata por la selva del Darién consiguen por fin comida caliente y un lugar seguro para dormir, aunque a la intemperie.
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Es que aparte de los obstáculos naturales de la selva, como ríos y acantilados, operan bandas criminales que roban, secuestran y violan.
Maldonado perdió su pierna derecha en un accidente de motocicleta hace una década, pero su discapacidad no lo desanimó para marcharse hacia Estados Unidos en busca de una vida mejor.
«Lo único que yo deseo es por lo menos los últimos años de vejez de mi papá y de mi mamá aunque sea darles una buena vida de comida y de alimentos, que es lo que más sueño. Por eso estoy aquí en esta lucha, sino no estuviera aquí. Esta vaina es demasiado fea», dice el venezolano de 30 años.
«Mi papá vendió el carro con tal de apoyarme también, yo deseo devolverle algo mejor», agrega con lágrimas.
‘Mi sueño’
La frontera natural del Darién, de 266 km de largo y 575.000 hectáreas de superficie, se convirtió en corredor obligado para miles de migrantes que, desde Sudamérica, tratan de llegar sin visa a Estados Unidos a través de América Central y México.
La mayoría son venezolanos, pero también ecuatorianos, haitianos, chinos, vietnamitas, afganos y de países africanos como Camerún y Burkina Faso. Hay gente de todas las edades, incluso un bebé de un mes.
«Uno se expone a que le pase mucha cosa, porque esa selva es peligrosa, hay violación, hay de todo», dice la venezolana Reina Torres, de 77 años, quien cruzó la selva con 12 familiares.
Cruzar el Darién «es muy peligroso, riesgoso, pero necesario para alcanzar el sueño», indica Mechu Falceinord, haitiana de 28 años que vivía en Guayana Francesa. ¿Mi sueño cuál es? pues trabajar, tener mi dinero, ser independiente, tener una casa, un perro, un niño, algo así», agrega.
«Nos tuvieron secuestrados»
En Bajo Chiquito hay un cuartel de la policía fronteriza (Senafront), cuyos efectivos patrullan la selva con uniforme de camuflaje y fusiles AK-47. En la aldea, los policías revisan los precarios equipajes de los viajeros y les decomisan cualquier objeto que sirva como arma. Esto, mientras funcionarios de Migración registran sus nombres y otros datos.
Casi 390.000 migrantes han ingresado a Panamá por esta selva en lo que va del año, mucho más que en todo 2022, cuando fueron 248.000, según datos oficiales panameños. En 2008, el primer año en que hay registros, entraron 28 personas.
Los migrantes pernoctan a la intemperie en Bajo Chiquito mientras hacen fila para abordar a la mañana siguiente las piraguas que los trasladarán al albergue de Lajas Blancas, navegando casi tres horas por el río Tuquesa con una tarifa de 25 dólares por pasajero. Desde allí siguen en buses hacia la frontera con Costa Rica.
Unos 15 migrantes caben en cada piragua, que tienen unos 12 metros de largo y motor fuera de borda. Cada día zarpan unas 200 desde Bajo Chiquito.
En la aldea también hay personal de agencias de la ONU como ACNUR y OIM, así como de Médicos sin Frontera y la Cruz Roja para asistir a los migrantes.
Al atravesar el río Tuquesa, los migrantes sienten alivio pues termina su caminata por la jungla, donde muchos perdieron su dinero y celulares a manos de asaltantes.
Problema de seguridad
Una estela de basura dejan los migrantes en la selva: botas, botellas plásticas, calzoncillos, sostenes, vasos, cepillos de dientes y pañales. Muchos desperdicios también cubren las riberas del río Tuquesa.
En Bajo Chiquito, los lugareños abrieron puestos de comida, alquilan hamacas y sitios para acampar, ofrecen cargar celulares y conexión wifi.
Para Panamá esta avalancha de migrantes pasó a ser un problema de seguridad. «Estamos hablando aproximadamente de 390.000 migrantes en lo que va del año», dice el jefe de Senafront en la zona, subcomisionado Edgar Pitti Valdés. «Este flujo masivo de migrantes ha alterado la normal convivencia de las poblaciones».
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