Enclavado en el corazón de un barrio del sur de Quito, un resquicio del pasado se niega de desaparecer: la lavandería municipal La Magdalena, declarada recientemente patrimonio cultural de Ecuador, donde un grupo de mujeres, algunas ya ancianas, mantienen el oficio de lavar a mano ropa ajena, esquivando la pobreza y desafiando a la modernidad.
Bien lo sabe María Tránsito Manobanda, que a los 12 años ya acompañaba a su madre a lavar ropa en una de las doce piedras de lavar; cobijadas por un techo de teja en el barrio quiteño de La Magdalena, considerado la puerta hacia el sur de la ciudad.
Como oficio propio lo asumió hace más de medio siglo «para poder tener para comer, para pagar el arriendo, agua, luz», comenta a Efe en medio del sonido del agua que llena cada uno de los doce tanques que abastecen cada piedra de lavar.
Fregando y restregando la ropa de otros logró que sus diez hijos terminaran la primaria, cuenta tímida pero orgullosa de haberles ofrecido algo que a ella le fue esquivo: «Mis papacitos no me pusieron en la escuela. Éramos ocho (cinco hombres y tres mujeres), pero a las mujeres no nos pusieron en la escuela. No sé por qué».
Y aunque no sabe ni leer ni escribir, a sus 77 años calcula que en el mejor día logra 15 dólares y 5 en el peor, a razón de 2 dólares por docena de ropa lavada, con precios diferenciados en cobijas y pantalones gruesos.
LAS QUEJAS NO SON PARA ELLAS
Bisabuela de cinco —uno nacido en Madrid y otro en Londres, pues una de sus hijas emigró a Europa hace varios años—, María Tránsito desoye a los suyos que le piden descansar; «Permaneceré aquí hasta cuando pueda», insiste.
La vida le enseñó a no quejarse y quizá por ello no dimensiona las consecuencias de estar parada todo el día, frotando la ropa una y otra vez contra la piedra y agachándose con frecuencia para sacar del tanque un agua tan fría que parece morder. «Diosito me tiene todavía con fuerzas», replica.
A regañadientes accedió a usar guantes, pero ni ella ni sus compañeras de trabajo aceptaron que les coloquen máquinas lavadoras, pues no confían en su eficacia: «No lavan bien», apostilla.
De 82 años y madre de tres, Rosa Guerra lava ropa desde hace más de 50 años y es una de las mujeres que los martes, jueves y sábado recibe las prendas de los clientes y, tras lavarlas a mano, las cuelga al sol en un patio adjunto.
Lava unas cinco docenas al día, con el detergente que le entregan los clientes y el agua que paga el Municipio, cuenta a Efe la mujer de pocas palabras y cuya espalda se ha encorvado de tanto agacharse ante la piedra de lavar, a la que alcanza parada en un tronco.
OFICIO QUE SE VA PERDIENDO
Marcia Vega recuerda que María Tránsito, su madre, comenzaba a trabajar de madrugada y llegaba a casa entrada la noche, años de esfuerzo que ni ella ni sus hermanos piensan emular. Tampoco sus hijos o sobrinos, pues «ya todos estudian», dice.
Tras la primaria pagada por la madre, cada uno logró terminar por su cuenta el colegio y se dedicó a otros oficios, pero como su madre no quiere dejar de trabajar, Marcia y sus hermanas se turnan para ayudarle a fregar la ropa ajena.
«Soy auxiliar de enfermería, trabajo con pacientes a domicilio», cuenta junto a una pila de ropa que lavó por su madre, que ya tiene «los brazos desgastados».
«Mi madre ha sufrido mucho: criar diez hijos, tener un marido alcohólico (ya fallecido), mi madre pasó toda la vida en esta piedra», subraya en la lavandería inaugurada hace unos 65 años, y considerada ahora por el Ministerio de Cultura como un bien patrimonial, al igual que otros 58 inmuebles del barrio de La Magdalena.
MEMORIA HISTÓRICA
Para Gladys Ordóñez, presidenta del Comité Central La Magdalena, el valor patrimonial de la lavandería «es incontable», por su infraestructura y por que hay «seres humanos a los que la universidad de la vida les enseñó a lavar la ropa» para mantener a sus familias.
Con algo más de 154 metros cuadrados de construcción, la lavandería —dice— «es un icono para la parroquia», que conserva el aire de pueblo clásico.
Juan Diego Badillo, del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural, defiende la declaratoria patrimonial por la importancia de mantener la lavandería como un «espacio de la memoria del barrio».
«Es una historia que pasa de generación en generación», anotó al considerar que patrimonio «no es venerar las cenizas, es recuperar el fuego», las vivencias, como las de María Tránsito que —según su hija— ha dejado su vida y su memoria en esas piedras de lavar. EFE
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